martes, 3 de mayo de 2011

Detener el tiempo.

Los hombres padecemos del síntoma crónico de pensar que el tiempo nos pertenece. Nos creemos los dueños del reloj: queremos medirlo, ansiosamente adelantarlo y desesperadamente detenerlo.
Y todo ello sin ser capaces de notar el grave error de ver la vida pasar pensando en cuánto nos falta, cuánto nos queda, cuándo las “terribles” cicatrices del tiempo, comúnmente llamadas arrugas, llegan para avergonzarnos de los minutos vividos.
 Pocos son los que saben apreciar la belleza y sabiduría de un par de pliegues en la piel, de una buena charla con quienes llevan ya varias décadas juntos.
 Hay tiempos maravillosos que nos inspiran a detener las agujas y quedarnos por siempre en los más perfectos instantes de nuestras vidas. Hay otros tantos, que de tan amargos, nos desatan las desesperadas ganas de saltearnos los días, los años.
 Por suerte, en ambos tiempos, siempre hay una mano amiga para aferrarnos a ella, para hacernos saber que nunca estamos solos, aún cuando esa mano nos sostiene desde lejos. 
Afortunadamente, a los momentos difíciles siempre les sigue una buena dosis de vueltas de reloj que ayuda a dejar de pensar. Limpia la conciencia y deja la tristeza con que la lluvia moja la tierra en otoño, para poder, al fin, resignarnos.



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